Eran las 5:30 p.m., yo estaba durmiendo en nuestro confortable hogar, en la orilla de una gran ciudad de Checoeslovaquia. Desperté sobresaltada a causa de un ruido como truenos, provenientes de la puerta delantera. Me cubrí las espaldas con una prenda y me dirigí hacia la entrada. Dos policías checos estaban parados allí y me instaron a salir a la calle. Yo sabía por experiencia que no se podía hacer nada, fuera de obedecer. Así es que salí detrás de ellos; en la calle encontré a todos mis vecinos, que se hallaban en las más diversas vestimentas y con la cara llena de espanto. Se me dijo atentamente que nuestra calle debía ser evacuada y que debíamos abandonarla todos a las 9:30 a.m., con un equipaje de sólo hasta 30 libras (o sea, menos de 15 kg), si es que podíamos llevarlo a cuestas o bien en un coche de bebé u otro similar. Para obtener más información debíamos dirigirnos a la estación de policía más cercana.
Yo le dije al policía que era nacida en Inglaterra y que mi esposo, un austríaco de 80 años, se encontraba enfermo. Él me respondió que si me dirigía a la estación de policía con todos mis papeles, podría tal vez quedarme. Me fui nuevamente a mi casa y, por un momento, mi mente se encontró en blanco. Habíamos pasado por tantas cosas las últimas semanas, que a veces me era muy difícil pensar claramente. Luego me di cuenta de que debía actuar rápido.
Yo no me encontraba sola; conmigo vivía una hijastra, dos nietas -de cinco y seis años de edad-, y, por supuesto, mi marido. Las cosas se habían puesto sumamente difíciles y complicadas después de la guerra en nuestro pueblo; primero, con la invasión rusa, tema sobre el cual no me voy a extender porque se ha escrito mucho y estoy cierta de que nada se ha exagerado; y, ahora, los checos. A raíz de esto, llevé a vivir a dos nietas conmigo [Yutta y Ellen (nota de Teddy)]. Por ser nacida en Inglaterra, tenía cierta protección. Si las niñas eran encontradas, serían llevadas al campo de prisioneros, al igual que mi hijastra. En primer lugar, le dije a mi marido que se quedara en cama y no se levantara por ningún motivo, haciéndose lo más enfermo posible. Nuestro teléfono había sido sacado algún tiempo atrás, así es que me dirigí a la casa de un doctor cerca de mi hogar, con el fin de tratar de llamar a mi hija desde allí [se refiere a mi madre (nota de Teddy)]. Pronto me di cuenta de que los teléfonos de todo el vecindario habían sido cortados. Además, nuestra calle se hallaba rodeada por alrededor de cien policías, provistos de pistolas y temibles rifles colgados de sus hombros. Finalmente, mostrando un antiguo pasaporte inglés, se me permitió salir de ese círculo, para ir donde una amiga a llamar por teléfono.
Todo esto demoró bastante tiempo y cuando finalmente llegué donde mi amiga, ésta había salido a comprar. Entonces llamé a una amiga checa, que había estado en mi casa y que ahora estaba pasando la noche donde otra amiga, en el pueblo. Le pregunté si podía venir inmediatamente, con el objeto de ayudarme. Me respondió que vendría lo antes posible; sin embargo, al llegar a la barrera de policías, que cercaba el lugar, se le dijo que sólo podría pasar si es que tuviera un documento que constatara que vivía en mi casa. Ella no poseía tal documento, y consciente de la difícil situación en que yo me hallaba, corrió hacia la oficina en que se otorgaban dichos documentos. La puerta de la oficina se encontraba abierta, pero los empleados aún no llegaban. Mi amiga, que estaba acostumbrada a tratar con tales asuntos, cogió un formulario, lo llenó rápidamente y, finalmente, puso los timbres necesarios, los que sacó de los respectivos escritorios que allí había.
Con esto, ella pudo llegar a donde yo estaba y juntas nos dirigimos a la estación de policía. Nunca hubiese podido ir sola, ya que hablaba fluidamente el alemán, pero nunca había aprendido a dominar el checo. Cuando traté de entrar, fui bruscamente empujada hacia atrás. Finalmente, gracias a que mi amiga era una despierta y atractiva muchacha, que además poseía un gran poder de persuasión, se nos permitió entrar para presentar nuestro caso.
Después de una acalorada conversación, se me dijo que solamente mi esposo y yo podíamos quedarnos en la ciudad hasta nuevo aviso, pero nadie más. Después de esto regresamos a mi casa, ya que el tiempo apremiaba. Allí llevamos a mi hijastra y a las dos nietas al ático (entretecho) y las escondimos en la paja. Les dije que no hicieran ruido, sucediera lo que sucediera. Las pobres niñas estaban muertas de miedo y, sin embargo, el futuro les depararía aún peores momentos.
A través de la ventana pudimos ver a muchos vecinos que abandonaban sus hogares, provistos de abrigos y mochilas. En la mayoría de los casos, llevaban pequeños niños y coches de bebé abarrotados de ropa de cama y algunas maletas. Era un visión horrible; los pobres seres parecían moverse dentro de una pesadilla, y, no obstante, muchas más de estas procesiones tuve que observar en los meses sucesivos. Vi pasar a mi vecino junto a sus dos pequeñas hijas. Las niñas se aferraban a sus muñecos y llevaban consigo todo lo que sus fuerzas les permitían. Mi vecina esperaba aún a su marido, que debía llegar de algún frente en el que había combatido en la guerra, y sabía que ahora, que tenía que irse, pasarían años antes de que se encontraran. Yo sabía que la policía llegaría pronto para ver si todos habían abandonado las casas. Mi buena amiga estaba sentada en la parte delantera de la casa, fumando un cigarrillo inglés, cuando apareció un policía muy joven. Afortunadamente era uno solo y venía a revisar la casa. Mi amiga le ofreció de sus cigarrillos y un buen trago fuerte. Luego invitó al policía a la cocina, en donde se sentaron y le sirvió abundantes tragos, a la vez que coqueteaba con él. Durante ese tiempo, le conté al policía que solo yo, una dama inglesa, y ella, una checa, vivíamos en esa casa, y ninguna persona germanohablante.
Después de 20 minutos de agonía para mí, ya que cualquiera de las niñas podía hacer ruido, el policía se retiró satisfecho de su inspección. Después de un tiempo pudimos observar a través de la ventana que el policía lentamente se fue retirando de nuestra calle y el cerco se podía considerar, por el momento, roto. Lo que, sin embargo, no iba a durar mucho.
Muchas cosas sucedieron después de esto y que yo podría relatar aquí; las cosas se pusieron cada vez peores y mi esposo pronto tuvo que irse, en un transporte de carga, junto a dos de sus hijas. Antes de ser llevados a los vagones de carga para animales, estuvieron encerrados dos días en un campo de prisioneros, donde se les quitó todo lo que tuviera algún valor. En el vagón en que fueron transportados, sólo habían escasas bancas duras y un balde en un rincón. En estas condiciones tuvieron que viajar tres días y tres noches. Durante el trayecto, en el vagón murió un anciano de casi 90 años. Llegados al país de destino, eran dejados en diferentes lugares, de preferencia en el campo y totalmente abandonados a su suerte.
Pero todo esto es ya otra historia y muy larga para ser contada aquí.
Personalmente, después de un tiempo, pude volar en avión hacia Inglaterra, con algunos escasos bienes. Desde allá y después de un año, más o menos, logré traer a mi marido.
Todo lo sucedido a nuestra familia en aquel tiempo, se repetía en toda Checoeslovaquia en donde hubiera personas germanoparlantes. Los alemanes habían vivido durante cientos de años en aquellos territorios, y, prácticamente antes de que transcurriera un año, más de tres millones y medio desaparecieron de ese lugar. Una gran parte fue deportada a Alemania, la cual se hallaba ya superpoblada y totalmente en ruinas. Muchos murieron en el camino o los hicieron morir lentamente de inanición. Pero esta parte de la historia es demasiado horrible para ser escrita.
Olga Goodrich Woollven
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